EL CULTIVO
Para dar vida al Tuxca, se honra la diversidad del agave con al menos dos especies que ofrecen su esencia. El cimarrón, planta silvestre, crece libre en los montes, donde el sol la forja y el viento la curte. En su recolección hay respeto, y en su escasez, valor: por nacer fuera del cultivo, se vuelve un tesoro más preciado.
A su lado, el Agave angustifolia var. Lineño, hijo nativo de estas tierras, se cultiva orgánicamente con manos pacientes y sabiduría ancestral. Crece en las vertientes de la Sierra de Manantlán y el Llano Grande, donde la lluvia es regalo y la sequía, maestra. Adaptado al temporal, este agave sabe esperar, resistir y florecer cuando el tiempo lo permite, entregando su corazón sólo cuando está listo.
LA COSECHA
En la cosecha, el tiempo dicta el momento. Se eligen con esmero aquellas plantas que han llegado a su plenitud, marcadas por el surgimiento del quiote, su último aliento hacia el cielo. Entonces se les hace caponas, y comienza la espera paciente: uno o dos años más, donde la planta concentra su dulzura en silencio.
La cosecha es un rito que se hace a mano y en compañía. Tres voluntades se unen en una danza ancestral:
uno abre el camino, cortando las espigas que resguardan el corazón;
otro quiebra el vínculo con la tierra, separando la planta con mazo y coa;
el tercero jima, liberando la esencia, cortando las hojas hasta dejar al descubierto la piña, ese núcleo sagrado que guarda la memoria del sol, del agua y del tiempo.


COCCIÓN
Comienza el acto del fuego: la cocción, donde el corazón del agave se transforma. Las piñas se colocan en un horno cónico de piedra, cavado en la tierra, como si regresaran por un instante al vientre del mundo.
Allí, entre brasas vivas y piedras ardientes, el calor penetra lentamente, y durante varios días, el dulzor se despierta, los almidones se tornan azúcar, y el espíritu del agave empieza a cantar. Es un tiempo de alquimia y paciencia, donde el agave se vuelve mestizo de humo, memoria y sol.

MOLIENDA
Una vez que el corazón del agave se ha rendido al fuego, dulce y tierno, llega el momento de liberar su esencia. La molienda es un acto de fuerza y entrega. Las piñas cocidas se desgarran a mano o con mazo, en un ritual que rompe la fibra para soltar los jugos sagrados que han guardado por años. Es el sonido de la transformación, un esfuerzo que convierte la solidez de la tierra en el néctar que pronto comenzará su danza espiritual.

LA FERMENTACIÓN
El mosto dulce descansa ahora en tinas de madera, los taxipos, listos para el milagro de la vida. La fermentación es un murmullo que se convierte en canto; las levaduras silvestres, espíritus invisibles del monte, despiertan y comienzan a danzar. Durante días, el líquido respira, burbujea y vive, transformando los azúcares en alcohol en dos etapas de pura magia natural. Este proceso se realiza en el ombligo de la tierra, como lo dicta la herencia náhuatl de la palabra taxipo (“Tlalli” [Tierra], Xictli [ombligo] y Po [igual a]). Aquí, en el centro del mundo, el alma del Tuxca cobra vida.

LA DESTILACIÓN
El final del viaje es a través del fuego purificador. El mosto fermentado entra al alambique de cobre, el corazón ardiente donde el espíritu se separa del cuerpo. Con el calor preciso del maestro Andrés Juárez Flores, el líquido se convierte en vapor, asciende como un alma y se condensa de nuevo, gota a gota, en un elixir transparente y poderoso. Este es el nacimiento del Tuxca, el instante en que la memoria de la tierra, el sol y el tiempo se vuelve eterna. Un destilado puro, forjado con paciencia y fuego, listo para encontrar a quien lo espera.
